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Desde el comienzo mismo de la pandemia de
Covid19 se lanzaron por parte de la opinión pública versiones que fueron
calificadas de conspirativas por las autoridades. El origen mismo de la
enfermedad, los supuestos fines de un plan siniestro y la atribución de un determinado
proyecto universal que llevaría a la humanidad a un cambio de rumbo radical. Se
ha llamado a esto con cierto humor, “plandemia”.
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Por otra parte, se calificó toda esta
producción argumental de “conspiranoica”, palabra que ha sido fuertemente
revitalizada y que tiene resonancias psiquiátricas, nos remite a paranoia.
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Paranoia, se la describe actualmente como
trastorno delirante, pero sin alucinaciones. Así se la distingue de la
esquizofrenia.
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Por otra parte, se acepta un trastorno de
personalidad paranoide que se conoce desde antaño y que el DSM V (actualización
del texto de la Psiquiatría Americana) describe:
Trastorno de la personalidad paranoide
Criterios diagnósticos 301.0 (F60.0)
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A. “Desconfianza y suspicacia intensa frente a
los demás, de tal manera que sus motivos se interpretan como malévolos, que
comienza en las primeras etapas de la edad adulta y está presente en diversos
contextos, y que se manifiesta por cuatro (o más) de los siguientes hechos:
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1. Sospecha, sin base suficiente, de que los
demás explotan, causan daño o decepcionan al individuo.
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2. Preocupación con dudas injustificadas acerca
de la lealtad o confianza de los amigos o colegas.
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3. Poca disposición a confiar en los demás
debido al miedo injustificado a que la información se utilice maliciosamente en
su contra.
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4. Lectura encubierta de significados
denigrantes o amenazadores en comentarios o actos sin malicia.
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5. Rencor persistente (es decir, no olvida los
insultos, injurias o desaires).
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6. Percepción de ataque a su carácter o
reputación que no es apreciable por los demás y disposición a reaccionar
rápidamente con enfado o a contraatacar.
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7. Sospecha recurrente, sin justificación,
respecto a la fidelidad del cónyuge o la pareja.”
En este punto vuelvo sobre mi argumentación. Sin embargo, los médicos tratamos
con pacientes que además de los contenidos propiamente paranoicos
(interpretación de la realidad como amenazante, que los demás quieren hacerle
daño, que hablan mal de él, que conspiran, y de la interpretación en el sentido
de la sospecha de indicios, que parecen claramente del campo de la cognición)
presentan también deformaciones perceptivas, que no se aceptan como
alucinaciones pero que se designaban o designan como ilusiones.
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Estas características señaladamente cognitivas
del trastorno hicieron que la paranoia tuviera siempre un interés teorético y
especulativo atractivo para filósofos y psicoanalistas.
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La manipulación de los indicios la hemos observado a
lo largo de la pandemia abundantemente. Se ha dicho, por ejemplo, que la
Organización Mundial de la Salud ha admitido la falta de especificidad de la
PCR, la prueba de la reacción en cadena de la polimerasa; esta prueba es la
única que se ha usado durante los primeros meses para hacer una pesquisa epidemiológica
de la enfermedad. Pues bien, esta declaración de la OMS “coincidió” con la
separación del poder del presidente USA, Donald Trump. Otra coincidencia y ya
son muchas para los buscadores de indicios.
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A los pacientes que también presentan
“ilusiones”, antiguamente se los designaba como esquizo-paranoicos,
encuadrándolos entonces en la versión más sistematizada, más organizada del
delirio del esquizofrénico.
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La Psiquiatría, que cada vez más toma su
material clínico y nosotáxico del campo experimental de la Farmacología, no
dispone de un grupo de fármacos específico para la paranoia. Y suele emplear
los psicofármacos antipsicóticos. Para entendernos, los que actúan sobre la interacción dopamina-receptor.
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Digo que la Farmacología le da cobertura
teórica a la Psiquiatría porque según se van detectando los neurotransmisores y
receptores correspondientes y los fármacos que sobre ellos actúan, la
Psiquiatría termina adecuando sus clasificaciones al campo de la
experimentación farmacológica. Los psicofármacos antipsicóticos actúan sobre
los receptores de dopamina y secundariamente sobre los de noradrenalina y
serotonina.
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Estos pacientes suelen presentar de forma más o
menos continuada ansiedad, tono afectivo pobre o depresión. Entonces se agregan
a su tratamiento con antipsicóticos, los ansiolíticos, los antidepresivos y
otros.
¿Desde qué concepción teórica se dirigen estas decisiones
que tanto afectan a los enfermos?
Pensemos mal, aprovechando que la pandemia ha actualizado a la paranoia.